

Que pulsen que, en realidad, no eras Gabo, que tenías cara de llamarte Esteban. Gracias por el cadáver exquisito de mi compadre de toda la vida, el general Rodrigo Aguilar; por las cartas recíprocas de Florentino Ariza, que era feo y triste, pero todo amor; gracias por la abuela desalmada, desnuda y grande, como una hermosa ballena en la alberca; gracias por la mortaja de Amaranta, la labor más primorosa que hizo una mujer; por el embalsamador de virreyes que les componía una cara de tanta autoridad que gobernaban muchos años mejor que cuando estaban vivos; gracias por los milagros vendidos de Blacamán y las oropéndolas pintadas de Bendición Alvarado; gracias por los pescaditos del coronel y el solimán de Melquíades y las sábanas de Remedios la Bella; por los soldados que enrollaban para robárselas las praderas azules del mar; gracias por soñar aquella casa ladrillo a ladrillo
¿Quién se ocupará de que no haya flores en tu funeral? ¿Te levantaste hoy para esperar el buque en que llegaba el obispo? Te marchas, señor muy viejo con unas alas muy grande, con un aleteo de buitre senil, volando sobre las aguas de la muerte de tus lebrillos ¿Quién te puso frente al pelotón de fusilamiento? El que lo hizo no sabe que hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas que nos quedamos sin ti en estos tiempos del ruido. Los gallinazos te guarden, Gabo. Gracias por alquilarte para soñar
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